Los cambios de residencia fiscal o la opción de unos pocos
Vengo leyendo recientemente una ya tradicional campaña de rechazo a las últimas medidas impositivas que el Gobierno ha implementado a las denominadas “grandes fortunas” (término de por sí impreciso y de valoración distinta según el país en que te halles), basada como de costumbre en los efectos negativos sobre las inversiones, el miedo que siempre tiene el dinero o la facilidad de movimiento que tienen los grandes capitales.
No es mi intención valorar aquí la idoneidad de dichas medidas, aunque sí uno de los axiomas usados para manifestar dicho rechazo ha llamado poderosamente mi atención.
Y es que en las últimas semanas han aparecido recurrentemente en los medios las voces de distintos opinadores titulados amenazando con que el traslado de residencia fiscal a otras jurisdicciones se configuraría como la piedra filosofal para huir de ese infierno fiscal que sufren las grandes fortunas, generando un importante revuelo e incrementando notablemente el número de consultas a despachos en los que, como el mío, el asesoramiento fiscal es una de nuestras áreas de trabajo.
La gran estrategia parte de la idea preconcebida de salir de nuestro país, disponer de una vivienda en otra jurisdicción, ir acompañados de nuestra pareja y, si es el caso, escolarizar allí a los hijos menores de edad. Parece que con eso basta. Muy sencillo.
Sin embargo, poco se dice del segundo de los criterios que nuestra legislación contempla para frenar esos traslados de residencia poco fundamentados y que reside en el mantenimiento del centro de intereses económicos en nuestro país.
Así, por mucho que se traslade la familia a otro país, si se mantiene en España el grueso del patrimonio, Hacienda podrá considerar que como consecuencia de esa conexión económica que se mantiene con nuestra tierra, esa salida no va a calificar como válida para renunciar a la capacidad recaudatoria sobre ese contribuyente y, de nuevo, seguirá gravándolo como si residiera aquí. Ya solo ese riesgo debería motivar una profunda reflexión sobre las posibilidades reales que esa supuesta panacea tiene sobre cada uno de nosotros.
Pero olvidemos ese pequeño, aunque significativo detalle e imaginemos que fuera así de fácil. Pues bien, si a pesar de la salida se mantienen activos en España, el ágil contribuyente saliente deberá seguir tributando en España por ellos por el Impuesto sobre la Renta de No Residentes, allí donde todavía se aplique deberá seguir tributando por el Impuesto sobre el Patrimonio y, desde este mismo año, por el flamante Impuesto Solidario a las Grandes Fortunas, recientemente introducido con el objetivo de demagógicamente intentar apaciguar los intentos de competencia fiscal entre distintas Comunidades Autónomas.
Incluso en caso de fallecimiento, si los sucesores residen en España o se halan allí sus activos inmobiliarios, será la Hacienda española la encargada de recaudar el Impuesto sobre Sucesiones.
Pues me los llevo, pensará más de uno. En ese caso, se disparan en España las plusvalías si hay venta previa de los mismos o incluso, en función del país de destino, podría aplicar el denominado “exit tax” que grava las plusvalías latentes de ese patrimonio aun en caso de no ser materializadas.
Un panorama poco atractivo para esos movimientos producto del caldeamiento del ambiente.
Por ello, solo si la composición del patrimonio es lo suficientemente líquida como para no generar plusvalías, o se efectúan las correspondientes y legítimas (y legales) operaciones de reordenación patrimonial tendentes a materializar una efectiva desvinculación económica con nuestro país, podrá analizarse de una forma real la eventualidad de este traslado de residencia.
Queda claro pues que el cambio de residencia fiscal, aunque posible, se halla reservado a solo unos muy pocos. Lástima de demagogia.
Mariano Roca. Socio-Abogado. Derecho Fiscal.
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